martes, 30 de agosto de 2011

Hojeando a los cubanos


Cada vez que mi pequeño hijo hace una de sus tan recurrentes travesuras, que le provocan un regaño y la risa a sus espaldas de toda la familia, mi mamá siempre trae a colación las memorias de mi niñez: «tan tranquilita que eras tú». No, no era una niña ejemplar ni nada que se le parezca, simplemente descubrí un mundo en el que podía montar a caballo, bien agarrada de la cintura de Enrique de Lagardere, o navegar el Mississipi con Tom Sawyer y Huckleberry Finn, o imaginarnos a mi abuela y a mí como protagonistas de ese diálogo lleno de poesía que describe Exilia Saldaña en La noche…todo ello sin moverme de un rinconcito del pasillo, testigo de horas y horas entregada a la lectura.

La biblioteca familiar estaba compuesta por libros de Derecho, Historia de Cuba, Atlas y no sé cuántos volúmenes de Pediatría, y aunque no tenían dibujitos ni sabía leer siquiera, nunca dejaron de parecerme interesantes, y suman tantos los cuentos que me inventé, con solo observar las imágenes de un niño con varicelas o la foto de cómo pudo ser la primera carga al machete. Es que los hijos únicos que no van al Círculo Infantil nos tenemos que crear un espacio propio con los personajes de nuestra invención y ser los reyes en ese universo. Fueron precisamente los libros los que me abrieron las puertas a un mundo que jamás ha dejado de sorprenderme.

El hábito de leer no constituye una mera consigna que se emite por la televisión, y suman demasiados los que un día, al enfrentar su total ignorancia, se reconocen en las palabras de Sócrates: «Sólo sé que no sé nada». El conocimiento no puede concebirse como patrimonio exclusivo de intelectuales o polillones. Salir por ahí, sin nada interesante que decir, es lo mismo que convertirse en una sombra que vaga sin propósito alguno.

Mi generación no tuvo videojuegos, ni las cartas de Yugi Oh. Los niños nos distraíamos con mucha rueda rueda y Un, dos, tres, Cruz Roja es, pues los apagones de cuya extensión no me quiero acordar, también nos impedían ver los muñequitos. Pero muchos dedicábamos a la lectura gran parte de nuestro tiempo libre. A falta de nuevos libros infantiles, que no fueran los de la biblioteca de la escuela, recuerdo que leí novelas clásicas de amor cuando aún ni me dejaban bañar sola. Tuve que retomarlas años después porque las lagunas eran casi océanos por lo mucho que no pude comprender. No afirmo que los pequeños de ahora no lean, pero sí tienen a su alcance demasiados pasatiempos, y para los padres inmersos en la vorágine del día a día es más fácil sentarlos a repetir lo que dice Dora la Exploradora que dedicar una hora a leerles La Edad de Oro.

Nunca sabes en qué momento de tu vida te auxiliará lo que hoy aprendiste en las páginas de un buen libro. El conocimiento, aunque provenga de Pippa Mediaslargas o de Paradiso, constituye el primer peldaño para que no se te considere como uno más de los que no tiene nada que aportar.

Esta cita nuestra se despide ya extendiéndole una invitación que puede cambiar su percepción del mundo y de las personas, pues, con la lectura, quizás se descubra en la imagen de la palabra.

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